Por norma general los vecinos siempre me caen mal, es una costumbre que tengo y de la que estoy muy orgulloso. En cierta ocasión tuve el placer de compartir edificio con dos personajes de lo más maniático. El que vivía enfrente odiaba los números pares y el de abajo no podía soportar los impares. Teniendo en cuenta que mi edificio era de eso en donde los números de las puertas se asignan al azar y las escaleras son asimétricas, pueden ustedes imaginar que la convivencia con semejantes maniáticos era bastante complicada.

Mi piso era el 4º, así que el vecino de la puerta de enfrente, la número 8, vivía amargado por que su piso y su puerta eran pares, además el número de escalones que había que subir para llegar era de 42 y como el hombre tenía la estúpida manía de contar los escalones cada vez que subía o bajaba, como si el número fuese a cambiar, lo pasaba francamente mal. El señor que vivía en el piso de abajo, que además de maniático era un viajo cascarrabias, ocupaba la puerta 15 pese a estar en un piso por debajo del mío y para llegar a su casa había que subir la friolera de 23 escalones. Ya sé, ya sé que la diferencia de escalones entre pisos era abismal, pero ya les he dicho que las escaleras eran de todo menos simétricas en aquel viejo y destartalado edificio. En total vivíamos 16 personas allí, la mayoría normales menos estos dos raritos que, sumidos en una angustia permanente, terminaron por hacernos la vida imposible a los demás.

El que odiaba los pares vivía en un mundo impar y viceversa. Nos culpaban a los demás de su desgracia y en las reuni0nes de la comunidad siempre pedían realizar nuevos sorteos de números de puerta, cosa a la que los demás accedíamos con gusto, aunque, mala suerte para ellos, siempre salían los mismos. El anciano incluso llegó a plantear, y se aceptó por aplastante mayoría, cambiar las escaleras por una rampa y eliminar los números de las puertas, quedaría así la incomodidad del piso, pero esa ya era inevitable.

La rampa duró dos días hasta que el vecino en silla de ruedas que vivía en el ático, y que en principio se mostró encantado con la idea ante la falta de ascensor, se estampó contra los buzones de la portería después de ir rebotando contra todas las paredes de los rellanos. Gracias a los dioses el hombre salió ileso del incidente. Las puertas sin número no duraron mucho más por que, como pueden ustedes imaginar, el caos era total. El cartero, un pobre cíclope miope de barriga densa y circular, se volvía tarumba intentado adivinar a quien debía dejar las cartas y ante sus reiteradas quejas y amenazas, decidimos volver a numerar las puertas.

Al final, hastiados de su comportamiento, y en parte apenados por lo mucho que sufrían los desgraciados maniáticos, les propusimos que cambiasen de piso y así dejarían atrás sus padecimientos. No hubo manera de que aceptasen. Me parece que en el fondo disfrutaban de sus manías hasta el punto de que perderlas les suponía mayor trauma que padecerlas.