Me pasé diez minutos observando a aquel extraño personaje, que un rato antes me había salvado la vida, dando vueltas entorno a un hermoso rosal de flores amarillas y brillantes, sin duda eran las rosas más bonitas que había visto en mi vida. Cuando terminó su peculiar danza, mientras rodeaba el rosal tarareaba algo que no llegué a entender, Claudio se percató de que había alguien más allí con él.

– Hola señor Tukimon – dijo alegremente  – que alegría volver a verle

– Buenas Claudio ¿quienes eran esos señores del camión que te buscaban? – pregunté refiriéndome al camión de reparto de hamburguesas que acababa de marcharse.

– No deje que me vuelvan a llevar allí señor Tukimon – había verdadero pánico en la voz del pobre Claudio – no puedo volver al restaurante, odio el restaurante – mientras me miraba implorante comenzó a rascarse las orejas de manera compulsiva de tal modo que pensé que iba a llegar al cerebro.

– ¿Tienes un contrato firmado?

– Creo que si señor Tukimon, pero yo no quería… quiero decir, fue sin querer, ellos me dijeron que… yo no quería – afirmó resignado

– Si no querías no haberlo firmado Claudio – ante la mirada de terror que apareció en su cara decidí tranquilizarlo – pero cálmate no voy a denunciarte.

Sin darme cuenta Claudio había retomado su paseo entorno al rosal y yo iba detrás de él. Ambos tarareábamos. Entre tarareo y tarareo le dije que lo mejor sería ocultarse, quitarse el pijama y cambiarse el nombre para tratar de pasar inadvertido.

– Qué gran idea señor Tukimon – me dijo muy contento – me cambiaré el nombre, si señor, me llamaré… a ver… ¡¡Caludio!!

– Pero Claudio eso… – es absurdo, quise decir, pero no me dejó terminar.

– Caludio señor Tukimon, Caludio, ahora me he cambiado el nombre ¿recuerda? usted me dio la idea – me recriminó con una sonrisa condescendiente como si yo fuera imbécil.

– El pijama sin embargo – continuó – no me lo puedo quitar, hice un promesa. En cuanto a lo de ocultarme ¿cree usted que si me quedo aquí detrás de mi rosal me verán? es un buen sitio para bailar – empezaba a creer que el amigo Caludio no estaba muy bien de la cabeza. Tal vez lo mejor fuese llamar a los del restutante para que se lo llevaran.

– Somos chicas pistoleras rubias y morenas de peticolé, peticolé – se había puesto a bailar un can can, como si fuese una fulana del Moulin Rouge – ¡venga señor Tukimon, baile conmigo, anímese! – decía mientras se agarraba los camales del pantalón y levantaba las piernas.

Estuvimos dos horas bailando el can can hasta que, agotados y agitados, nos dejamos caer sobre el cesped del jardín. Decidí que no denunciaría a Caludio, pero tampoco me quedaría con él, era un loco insoportable que ya estaba pensado en bailar la conga y jugar a churro va. Cuando por fin se durmió, acurrucado tras su rosal, me deslicé en silencio y me largué con viento fresco. Unos meses después paré a comer en un restaurante de comida rápida cercano y la camarera me ofreció la especialidad de la casa, la caludia extra con doble de queso. Estaba deliciosa y tenía un toque a pijama que la hacía especialmente exquisita. Pobre Caludio, pero estaba tan rico… mientras me relamía los dedos y pedía un café me vino a la cabeza el último can can que bailé con Caludio «somos chicas pistoleras rubias y morenas de peticolé.»