En el gran salón, los dioses observaban en silencio, desde hacía eones, a esas extrañas criaturas que ninguno sabía muy bien de donde habían salido. Eran seres dados al discurso vacío. Los había que decían que estaban en su derecho, que los agravios del pasado pesaban tanto y su sufrimiento había sido tan grande que no se podía argumentar nada contra ellos y así se lanzaban a perpetrar terribles y ruines venganzas contra sus desvalidos congéneres que, desconocedores de todo, sufrían resignados.  Otros decían que en nombre de sus dioses debían hacerlo, que estaban obligados a ello, como si a los dioses les importase un comino tener diez que diez mil adoradores. Hasta los había que decían que en nombre de la Paz tenían que armar gresca con tal de evitar males mayores, extraño argumento normalmente utilizado para justificar los propios abusos. Cambiaban en sus formas y colores, unas veces unos y otras otros, pero siempre armaban gresca y alborotaban al personal, siempre vengaban afrentas pasadas en los hijos de los nietos de los que ofendieron y siempre pretendían complacer a sus dioses de la forma más grotesca. También estaban los que decían, sonrisa condescendiente en mano, que había que comprender y perdonar y abandonar la violencia, todo en nombre de los dioses por descontado, y mientras decían todas esas cosas cagaban oro por el culo y la mierda les salía por la boca con cada palabra hermosa que pronunciaban.

Y ante semejante disparate los dioses, muertos de la risa (o tal vez ahogados en una pena infinita) observaban omnipotentes la extrema inutilidad de estas, sus criaturas, mirándose unos a otros tratando de averiguar quién de entre ellos había sido el inútil que había concebido a semejantes seres en extremo hipócritas y ansiosos de poder, destructivos hasta límites insospechados y abandonados a su suerte por unas divinidades, que no eran sino ellos mismos, hastíadas de tanta y tan mundana gilipollez.

Huí de allí como alma que lleva el diablo, dos diablos más bien, pues nunca vi semejante capacidad para el autoengaño. Aquellos cuyo nombre no recuerdo y que habían puesto a su mundo el vulgar nombre de Tierra, como si en los demás mundos no la hubiese, la tierra digo,  se autocomplacían en sus eternas posibilidades para un cambio futuro, en unas hipotéticas y siempre venideras capacidades para la redención mientras en su proceso de evolución natural destruían, arrasaban y confirmaban las peores sospechas que los señores dioses tenían sobre ellos. Eran malos. Mas que malos tal vez habría que decir que eran defectuosos pues de tanto en tanto eran capaces incluso de algún pequeño acto de bondad. Tristemente aquel no era su comportamiento habitual y como os he dicho antes, salí de allí como si las mismísimas hordas del Infierno, que allí llamaban Legión, corriesen tras de mi pues nada quise saber del destino que los señores de la creación deparaban a aquellas criaturas perdidas.