Relatos


La voz de su marido le llegó apagada y confusa, lo tenía al lado pero era lo mismo que estar sola. Su atención se centró en el hombre que unos metros más allá observaba, con atención y lujuria, a la hermosa mujer del vestido negro con reflejos azulados. No pudo evitar fijarse en lo deseable que era ella, en el dibujo perfecto de sus estrechas caderas a través del vestido y en las largas piernas que, de tanto en tanto, se insinuaban en un ligero pliegue de la tela y de las que sólo podían atisbarse los tobillos finos, de trazo suave, y unos pies deliciosos que las sandalias apenas ocultaban. Los tobillos eran perfectos, esbeltos y delicados, y al instante se imaginó besándolos, acariciándolos con los labios mientras sus manos jugueteaban con aquellos pies de porcelana de los que emanaba un doloroso halo de erotismo. Durante unos instantes compartió el anhelo que, sin ninguna duda, asaltaba al misterioso hombre que por fin se había decido a avanzar hacia ella.

Se trataba de un hombre alto y delgado, atractivo. Un hombre al que se veía seguro de mismo a pesar de la innegable incertidumbre que, puntualmente, le asaltaba en aquellos momentos. Tenía unas manos bonitas, con algo de vello, lo justo para que tuvieran ese aspecto varonil que tanto le atraía. Su andar era firme y decidido aún ante la duda de saber si ella le iba a rechazar o no. Miró a la mujer y antes de que ellos mismos lo supieran, ella, testigo mudo de una pasión en ciernes, pudo ver que no, que no iba a ser rechazado. Estaban deseando abrazarse. Cuando vio la mano izquierda de la mujer reposando sobre la cadera de esa forma tan inocente y provocadora, sintió que le fallaban las piernas. Su marido dijo algo. El mismo marido que, arrastrado por la costumbre, hacía meses que no le hacía el amor. No le escuchó. Ni siquiera sabía quién era ese hombre que vivía con ella y se decía padre de sus hijos.

Volvió a mirar a la pareja. La mujer había ofrecido su cuello largo y pálido y se retorcía voluptuosamente, sumergida en un mar de besos y caricias apenas ocultas mientras con los ojos entornados, giraba la cabeza hacia donde estaba ella. Sus miradas se cruzaron lascivas durante unos segundos. Las nalgas de él, redondeadas y duras, delataban el encuentro de ambos sexos sobre la ropa en un movimiento que por momentos se iba volviendo frenético. Ella temblaba como un animal acorralado y al mismo tiempo se contoneaba seductora llevando la voz cantante en aquella danza contenida. Eran movimientos suaves, ligeros como los temblores que la azotaban, sólo perceptibles para el hombre que los provocaba y para ella, solitaria observadora.

Pese al ruido de la calle pudo escuchar, tal vez imaginar, los gemidos sordos e hipnóticos de la mujer y la respiración agitada del hombre, ofreciendo a su amante una combinación de dulzura e instinto animal, salvaje, que sólo es posible encontrar en algunos hombres. Finalmente los vio partir de la mano, contenido apenas el deseo, el paso tembloroso y las miradas anhelantes, expectantes. Cuando desaparecieron en las sombras del vestíbulo del viejo edificio quiso echar a correr e ir tras ellos para participar en aquel intercambio de sensaciones que se avecinaba. Quería volver a sentirse deseada, explorada, poseída. Añoraba el calor de otro cuerpo en ebullición y  el temblor de sus muslos en tensión, húmedos y al borde del éxtasis, quería dejarse llevar como ellos y saborear la vida fluyendo en su interior, palpitante, tibia. Los imaginó sudorosos, fundidos en un solo cuerpo, él dentro de ella. Imaginó sus uñas desgarrando la espalda de él y casi pudo percibir el doloroso placer que precede al clímax. Escuchó el grito ahogado de ambos y los imaginó juntos, amantes.

Al principio me sentí angustiado, aterrorizado. Podía sentir el agua colarse por las fosas nasales, recorrer mi tráquea y deslizarse en silencio por los bronquios y bronquiolos hasta anegar completamente mis pobres pulmones de mamífero bípedo. Abrí los ojos y lo único que vi fue agua. Agua por todas partes, agua por arriba y agua por abajo, agua a mi alrededor. El pánico se apoderó de mi y es que no me apetecía morir así, de una forma tan húmeda y oscura.

Fue entonces cuando me di cuenta de dos cosas. La primera y más tranquilizadora fue que ni iba a morir, llevaba mis buenos quince minutos despierto y aún seguía respirando (o lo que quiera que uno haga bajo el agua con los pulmones anegados) y es que, de algún modo, mi cuerpo se había adaptado a aquella nueva y acuática situación. Me miré las manos para ver si había desarrollado membranas interdigitales pero no era el caso, todo parecía normal y tengo que reconocer que me sentí algo decepcionado, salvo por lo de respirar bajo el agua claro. La segunda cosa de la que me percaté fue que allí abajo había luz (uno tiende a pensar que está abajo cuando está bajo el agua, aunque aquel bien podía ser uno de esos mundos invertidos donde el cielo es de agua y el mar de aire) Como decía, en cuanto mis ojos se adaptaron, pude percibir unos suaves y relajantes destellos azules. Más que destellos, ondas.

Allí no habían referencias y al moverme en una dirección deduje que me sumergía por que noté un incremento de la presión en mis oidos. Decidí subir. A mi alrededor las ondas azules se hacían cada vez más brillantes. Era como si brotasen de la nada, como si alguien lanzase piedras invisibles en medio de aquella acuosa nada. Las ondas provocaban una ligera vibración en el agua, una extraña música que, junto a los destellos azules, me llevó a un estado de relajación casi absoluta.  

Luchando contra la somnolencia que me embargaba alargué la mano tratando de tocar alguna de las ondas que vibraban a mi alrededor y al aproximarme al punto exacto en el que se generaba una de ellas vi que, en su centro, en el preciso momento en que la onda se formaba, había un minúsculo remolino girando a una velocidad endiablada. Lo miré con curiosidad, estudiándolo por ariba y por abajo. No medía más que unos pocos centímetros y al colocar la palma de la mano sobre él sentí una ligera succión aparentemente inofensiva así que acerqué la mano aún más. El pequeño remolino me atrapó sin apenas darme cuenta. Primero se tragó mis dedos, luego la mano, la múñeca y al final, todo mi cuerpo. De mi sólo quedó la esencia y si quieren saber que es eso de la esencia, vayan y pregunten a los dioses. Ellos sabrán, yo sólo puedo decir que mi cuerpo se fue al carajo pero yo, lo quiera que fuese yo, seguí allí.

Estaba confuso, aturdido, no recuerdo experiencia más desagradable que aquella de ser succionado por un diminuto remolino que te arranca el cuerpo así por las buenas. Entonces vi las ondas que emanaban de mi propio ser alejándose de mi a una frecuencia inusitadamente baja, azul a mi alrededor. Era muy hermoso ser un remolino y producir aquellas bonitas y vibrantes ondas azules. Entonces me vi. Luchando por no ahogarme, agitado al principio, asustado y desconcertado. Relajado un poco después. Me vi descender y luego ascender en aquel medio tan extraño. Me concentré y una de mis ondas chocó contra mi pierna llamando la atención de aquel cuerpo que era yo. Me acerqué a mi mismo y me vi extender la mano hacia el remolino en que me había convertido. Cuando estuve muy cerca succioné con fuerza y absorví todo mi cuerpo. Cuando quise darme cuenta toda había vuelto a empezar.

El vestido, que en un primer momento le había parecido demasiado ceñido, se ajustaba perfectamente a las líneas de su cuerpo y el roce de la áspera tela le provocaba leves escalofríos. No había nada entre la tela y su piel y eso la excitaba. Se giró hacia la puerta del viejo y señorial edificio mientras la brisa le acariciaba el rostro. Ella se dejó querer y esperó. Inconscientemente su mano izquierda trató de deslizarse hacia su sexo, la detuvo a la altura de la cadera izquierda pero no fue capaz de retirarla de allí.

Se sintió observada y por el rabillo del ojo pudo ver a un hombre que la miraba. Delgado y algo más alto que ella, con el pelo corto y elegantemente alborotado, castaño, sus ojos no la dejaban ni un segundo. Se giró mientras él se acercaba temeroso. En contra de lo que cualquier observador hubiera afirmado él se sentía más turbado que ella, receloso, a pesar de lo cual no dejó de avanzar. Ella le sonrió seductora e inocente, incitándole a seguir.

Era un hombre bien parecido, de ojos verdes, sinceros y profundos que él mantenía deliberadamente entornados. La barba recortada de dos días, cuidada, le daba un cierto aire animal y reforzaba un rostro alargado, estrecho y muy varonil, de pómulos marcados y una ligera sonrisa que, a pesar de los nervios, no perdió ni por un segundo. El traje, un mil rayas de color azul oscuro, casi negro, parecía hecho a medida y ella percibió, aún antes de que se aproximara, que la deseaba con todo su ser. Lo reconoció apenas se cruzaron sus miradas y el pareció sorprenderse por ello. Cuando sus cuerpos se encontraron y él depositó su mano derecha en su cintura, ella pudo sentir la inmensa excitación que emanaba de aquel desconocido al que tanto echaba de menos.

Sus cuerpos se aproximaron todavía más y ella, dejando de lado cualquier pudor, alargó las manos hacia el trasero de él, por el camino sus dedos su rozaron levemente pero no quiso entretenerse. Delicioso, duro, quería desnudarlo allí mismo y la mera idea le provocó temblores de placer. Respiraba con dificultad y cuando sintió sobre su pelvis que el sexo de él estaba más que preparado se sintió desfallecer. Echó la cabeza hacia atrás mostrándole el cuello y entornó los ojos, él cerró los suyos y se lanzó a por el delicioso regalo que se le ofrecía. Cuando sus labios se posaron en ella, y mientras con la mano diestra recorría el pecho de él, gimió y se entregó a la sensación de sus besos sobre la palpitante yugular que con cada ensordecedor latido le gritaba que la poseyera allí mismo. Ella podía sentir el latir de su propia vena y como él, queriendo formar parte de aquel torrente de vida y excitación acompañaba cada pálpito con los de su propio sexo contra el de ella. El roce de la barba, lejos de molestarle, hacía que lo desease aún más. Él gemía en silencio y su respiración animal y entrecortada delataba un deseo apenas contenible. Presionó su sexo sobre el de ella, terriblemente excitado y a punto de perder el control. El instinto se abría paso a la fuerza y cuando las manos de ambos se encontraron en algún punto entre sus cuerpos decidieron marcharse de allí y dar rienda suelta al placer, a un placer que llevaban meses anhelando.

No recordaba haberla visto antes de aquel momento a pesar de que se encontraba con ella todos los días. Estaba de espaldas a él con la cabeza ligeramente ladeada hacia su derecha, el pelo castaño oscuro, con reflejos rojizos, le caía con delicadeza sobre el hombro desnudo de una forma tan cotidiana como sensual. Llevaba un vestido negro, ceñido y sobrio e iluminado por unos inquietantes tonos azulados; era un vestido largo, hasta los tobillos, que sin embargo insinuaba, resaltando sutilmente, todas las curvas de su cuerpo. Se trataba sin duda de una mujer deliciosa, hermosa sin ser llamativa y muy apetecible.

El único tirante del vestido le cubría el hombro izquierdo y desde ahí descendía hasta la línea diagonal del sugerente escote bajo el cual los pezones, grandes y muy marcados, coronaban dos pechos pequeños y duros, bien formados, de un tamaño perfecto como a él le gustaban. La mano izquierda de ella descansaba sobre su estrecha cintura, en un gesto inocente y extraordinariamente provocativo, invitándole sin remedio a fijarse en las nalgas firmes y bien torneadas. Cuando los ojos de ambos se encontraron una oleada de deseo se apoderó de él.

Las facciones de la mujer era duras, atractivas, el rostro anguloso y femenino, las cejas, arqueadas y algo gruesas, parecían levitar sobre dos grandes ojos almendrados y marrones, penetrantes, de los cuales emanaba un aire perdido propio de esas personas que se saben fuera de su ambiente. Cuando abrió la boca sus labios rezumaban sensualidad por los cuatro costados. Rojos y húmedos, despertaron en él un deseo hace tiempo olvidado y, ahora se daba cuenta, profundamente añorado.

El hombre se dirigió hacia la mujer y ella no pareció extrañarle, al contrario, le reconoció al instante, causando cierta sorpresa en el cauteloso pretendiente. Con cierto recelo acercó la mano a su cintura. Ella temblaba ligeramente, de una forma apenas perceptible, sutil y arrebatadoramente sexual. Era un temblor animal, instintivo, un síntoma de puro deseo, el mismo deseo que crecía en él por momentos, necesitaba poseerla y en su mirada pudo ver que ella necesitaba lo mismo. No hubo palabras. El tacto del vestido le resultó extraño, áspero, tal vez para contrastar con la suavidad de la pálida piel que se ocultaba tras él. Sus dedos se rozaron y ambos percibieron el calor que emanaba del otro. Suspiros. Ella entornó los ojos, él los cerró y aproximó su boca al cuello de ella. Era alta, más de lo que le había parecido en un primer momento. Su cuello era largo, fino, erótico. El beso sobre el latido de la yugular fue respondido con un sordo gemido, una súplica, un ruego de placer. No había nada más, nadie más, sólo el deseo de poseerse mutuamente. No recordaba haberla visto antes de aquel momento y no podía comprender como, hasta aquel momento no había reparado en ella. La noche fue eterna y ambos la alargaron durante días recorriendo sus cuerpos centímetro a centímetro, palmo a palmo. La pasión y los instintos cabalgaron libres durante días, llevándoles a terrenos inexplorados y prohibidos, dejaron atrás los tabúes y de aquellos instintos primitivos, a raíz de aquella pasión desbocada, surgió algo que bien podría llamarse amor, pero fue un amor sin complejos. Primero conocieron sus cuerpos, luego se conocieron ellos.

Por norma general los vecinos siempre me caen mal, es una costumbre que tengo y de la que estoy muy orgulloso. En cierta ocasión tuve el placer de compartir edificio con dos personajes de lo más maniático. El que vivía enfrente odiaba los números pares y el de abajo no podía soportar los impares. Teniendo en cuenta que mi edificio era de eso en donde los números de las puertas se asignan al azar y las escaleras son asimétricas, pueden ustedes imaginar que la convivencia con semejantes maniáticos era bastante complicada.

Mi piso era el 4º, así que el vecino de la puerta de enfrente, la número 8, vivía amargado por que su piso y su puerta eran pares, además el número de escalones que había que subir para llegar era de 42 y como el hombre tenía la estúpida manía de contar los escalones cada vez que subía o bajaba, como si el número fuese a cambiar, lo pasaba francamente mal. El señor que vivía en el piso de abajo, que además de maniático era un viajo cascarrabias, ocupaba la puerta 15 pese a estar en un piso por debajo del mío y para llegar a su casa había que subir la friolera de 23 escalones. Ya sé, ya sé que la diferencia de escalones entre pisos era abismal, pero ya les he dicho que las escaleras eran de todo menos simétricas en aquel viejo y destartalado edificio. En total vivíamos 16 personas allí, la mayoría normales menos estos dos raritos que, sumidos en una angustia permanente, terminaron por hacernos la vida imposible a los demás.

El que odiaba los pares vivía en un mundo impar y viceversa. Nos culpaban a los demás de su desgracia y en las reuni0nes de la comunidad siempre pedían realizar nuevos sorteos de números de puerta, cosa a la que los demás accedíamos con gusto, aunque, mala suerte para ellos, siempre salían los mismos. El anciano incluso llegó a plantear, y se aceptó por aplastante mayoría, cambiar las escaleras por una rampa y eliminar los números de las puertas, quedaría así la incomodidad del piso, pero esa ya era inevitable.

La rampa duró dos días hasta que el vecino en silla de ruedas que vivía en el ático, y que en principio se mostró encantado con la idea ante la falta de ascensor, se estampó contra los buzones de la portería después de ir rebotando contra todas las paredes de los rellanos. Gracias a los dioses el hombre salió ileso del incidente. Las puertas sin número no duraron mucho más por que, como pueden ustedes imaginar, el caos era total. El cartero, un pobre cíclope miope de barriga densa y circular, se volvía tarumba intentado adivinar a quien debía dejar las cartas y ante sus reiteradas quejas y amenazas, decidimos volver a numerar las puertas.

Al final, hastiados de su comportamiento, y en parte apenados por lo mucho que sufrían los desgraciados maniáticos, les propusimos que cambiasen de piso y así dejarían atrás sus padecimientos. No hubo manera de que aceptasen. Me parece que en el fondo disfrutaban de sus manías hasta el punto de que perderlas les suponía mayor trauma que padecerlas.

Soy Tuz Kutimon, el del nombre grosero y tengo que admitir que no me gustan los cambios. No me gustan nada. Lo paradójico del asunto es que la puñetera vida es un cambio, de modo que podríamos concluir que no me gusta la vida y sin embargo no es así, la vida me encanta. Es cierto que a veces me saca de quicio y tenemos unas broncas de agárrate y no te menees, pero en general la vida me encanta. Y es cambio. En cambio los cambios no me gustan pero me gusta la siempre cambiante vida.

Ante tanta y tan profunda confusión decidí acudir a mi Psicólogo. Un Psicólogo con P, que yo no voy a sicólogos sin P, esos saben un poquito menos y son unos advenedizos y unos cantamañanas de mal gusto y peor entonación. Estas cosas, como digo, se las expliqué a mi Psicólogo esperando que me ayudase con el tema de los cambios y la vida. En cuanto terminé de hablar, después de tres horas de cháchara ininterrumpida por mi parte, me invitó a levantarme y marcharme de su despacho para no volver jamás. Lo único que me dio fue la patada, explicaciones ninguna.

Confuso y muy alterado por que no sabía como afrontar los cambios decidí que lo mejor sería intentar vivir sin cambiar. Me senté en un banco del parque y allí me quedé quieto como un pasmarote pues no era cosa de cambiar de postura. Me entraron ganas de ir al servicio pero como no podía cambiar mi estado fisiológico permanecí inmóvil. Tampoco pestañeé y por eso los ojos se me quedaron como papel de lija, doloridos y resecos. Fue muy duro y extremadamente complicado pero durante cuatro minutos lo conseguí, viví sin cambiar (me parece que incluso logré detener el deterioro celular) hasta que llegó un pajarito tocahuevos, un asqueroso gorrión enano de alas verdes y pico amarillo y se me cagó en el hombro.

Aquel cambio me destrozó la vida. Nunca me recuperé y las cosas dejaron de tener sentido para mi, me perdí y anduve borracho de taberna en taberna contando a todo aquel que quisiera escucharme como había conseguido vencer al cambio durante cuatro maravillosos segundos. Cuatro segundos en los que viví sin cambiar. Un tiempo después me di cuenta de que aquello era un sueño, una utopía inalcanzable, así que opté por invertir el proceso. Dado que no podía vivir sin cambiar dejé la bebida y cambié para vivir. Ahora me parece que soy algo más feliz aunque, como me pasa a menudo, no podría asegurarlo.

Cuanto me costó marcharme de aquellos bosques. El olor de la tierra humeda tras la tormenta se mezclaba con el de los pinos y los eucaliptos que poblaban la zona, desprendiendo un sinfín de aromas que inevitablemente me devolvieron a un tiempo lejano, a una época de la que apenas conservaba un recuerdo olvidado y brumoso oculto en el más profundo rincón de mi memoria. Un tiempo en que la magia, hoy imposible, reinaba sin temor ni vergüenza y los aromas de la vida se aspiraban libres de altaneros prejuicios y miedos infundados, un tiempo de sonrisas y llantos, de amistades sinceras que, entonces, prometían ser eternas, de tímidos besos ligeros como plumas y de amores precoces e imposibles, un tiempo de luz. Sin que yo pudiese evitarlo, vinieron a mi mente los aromas de una cálida y copiosa lluvia de verano, de la dorada brisa de un otoño perezoso que se alargaba en cada atardecer cubriendo de rojo el cielo, de las noches de primavera claras, eternas, desbordantes de vida y del gélido inverno con los leños al fuego, las gruesas mantas de lana y los días breves e interminables.

Fue duro pero me marché, no podía quedarme allí pues aquel no era mi sitio y aún así mis pies se negaron a obedecer. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para hacer frente a aquella deliciosa sensación que me embargaba. La lluvia volvía a caer ligera y cuidadosa y las gotas recorrían mi rostro anegando las pocas y breves lágrimas que derramé. Al final di media vuelta y dejé atrás los pinos y los eucaliptos, de mi paso por aquel fantástico lugar sólo quedaron mis huellas en la rojiza y fértil tierra.

Me pasé diez minutos observando a aquel extraño personaje, que un rato antes me había salvado la vida, dando vueltas entorno a un hermoso rosal de flores amarillas y brillantes, sin duda eran las rosas más bonitas que había visto en mi vida. Cuando terminó su peculiar danza, mientras rodeaba el rosal tarareaba algo que no llegué a entender, Claudio se percató de que había alguien más allí con él.

– Hola señor Tukimon – dijo alegremente  – que alegría volver a verle

– Buenas Claudio ¿quienes eran esos señores del camión que te buscaban? – pregunté refiriéndome al camión de reparto de hamburguesas que acababa de marcharse.

– No deje que me vuelvan a llevar allí señor Tukimon – había verdadero pánico en la voz del pobre Claudio – no puedo volver al restaurante, odio el restaurante – mientras me miraba implorante comenzó a rascarse las orejas de manera compulsiva de tal modo que pensé que iba a llegar al cerebro.

– ¿Tienes un contrato firmado?

– Creo que si señor Tukimon, pero yo no quería… quiero decir, fue sin querer, ellos me dijeron que… yo no quería – afirmó resignado

– Si no querías no haberlo firmado Claudio – ante la mirada de terror que apareció en su cara decidí tranquilizarlo – pero cálmate no voy a denunciarte.

Sin darme cuenta Claudio había retomado su paseo entorno al rosal y yo iba detrás de él. Ambos tarareábamos. Entre tarareo y tarareo le dije que lo mejor sería ocultarse, quitarse el pijama y cambiarse el nombre para tratar de pasar inadvertido.

– Qué gran idea señor Tukimon – me dijo muy contento – me cambiaré el nombre, si señor, me llamaré… a ver… ¡¡Caludio!!

– Pero Claudio eso… – es absurdo, quise decir, pero no me dejó terminar.

– Caludio señor Tukimon, Caludio, ahora me he cambiado el nombre ¿recuerda? usted me dio la idea – me recriminó con una sonrisa condescendiente como si yo fuera imbécil.

– El pijama sin embargo – continuó – no me lo puedo quitar, hice un promesa. En cuanto a lo de ocultarme ¿cree usted que si me quedo aquí detrás de mi rosal me verán? es un buen sitio para bailar – empezaba a creer que el amigo Caludio no estaba muy bien de la cabeza. Tal vez lo mejor fuese llamar a los del restutante para que se lo llevaran.

– Somos chicas pistoleras rubias y morenas de peticolé, peticolé – se había puesto a bailar un can can, como si fuese una fulana del Moulin Rouge – ¡venga señor Tukimon, baile conmigo, anímese! – decía mientras se agarraba los camales del pantalón y levantaba las piernas.

Estuvimos dos horas bailando el can can hasta que, agotados y agitados, nos dejamos caer sobre el cesped del jardín. Decidí que no denunciaría a Caludio, pero tampoco me quedaría con él, era un loco insoportable que ya estaba pensado en bailar la conga y jugar a churro va. Cuando por fin se durmió, acurrucado tras su rosal, me deslicé en silencio y me largué con viento fresco. Unos meses después paré a comer en un restaurante de comida rápida cercano y la camarera me ofreció la especialidad de la casa, la caludia extra con doble de queso. Estaba deliciosa y tenía un toque a pijama que la hacía especialmente exquisita. Pobre Caludio, pero estaba tan rico… mientras me relamía los dedos y pedía un café me vino a la cabeza el último can can que bailé con Caludio «somos chicas pistoleras rubias y morenas de peticolé.»

Hay algo que he podido constatar en mis muchos viajes y es que no hay especie de criaturas pensantes y conscientes de si mismas que pueda escapar a la gran tristeza o tristeza gris como la llaman algunos.

La primera vez que puede mirar a la cara a la gran tristeza fue cuando me encontré con un anciano triste. Aquel anciano estaba tan triste que no podía dejar de llorar, lloraba tanto y tan seguido que, teniendo en cuenta que el cuerpo humano es agua en un 70%, la vida se le iba, literalmente, por los ojos. Sólo dejaba de llorar para beber agua y compensar así, en la medida de lo posible, la vital pérdida.

Es difícil definir lo que es la gran tristeza, es una enfermedad, eso seguro, aunque aún está por aclarar si es en algún modo contagiosa. En esto los sabios no se ponen de acuerdo pero parece que la mayoría se inclina por que si lo es aunque nadie se ha atrevido a especular acerca del mecanismo concreto. El principal rasgo de la enfermedad es que, sin que se conozca el motivo, los afectados van perdiendo poco a poco el color de los ojos hasta que estos se vuelven grises, de ahí el nombre que algunos dan a la plaga, lo que provoca que estos individuos dejen de ver el mundo en color con todo lo que ello implica. Debe ser una cosa horrible verlo todo gris.

Un entristecido se consume poco a poco, pierde la capacidad de sonreir o alegrarse y no puede sentir nada más que vacío. Nadie sabe lo que es sentir vacío hasta que sufre la enfermedad. Yo desde luego espero no saberlo nunca y aunque hay muchos testimonios de entristecidos que se han esforzado por expresar y hacernos entender a los demás qué es sentir vacío, lo cierto es que nadie que no esté infectado lo comprende del todo.

Pese a que la gran tristeza es algo horrible hay que decir que tiene cura. Después de muchos años de investigación, un sabio llegó a la conclusión de que un entristecido es una persona que se ha perdido dentro de si mismo. Este concepto es algo complejo de explicar pero resumiendo podríamos decir que lo único que hay que hacer es lograr que el entristecido se encuentre a si mismo en su interior cosa que, como es obvio, solo puede hacer él mismo ya que si empezamos a introducir a más personas dentro de un ser que se ha extraviado dentro de su propio ser los resultados pueden ser peores que la propia enfermedad, podría asustarse y perderse definitivamente o hacer que los demás se pierdan también convirtiéndose su cuerpo en una covención de entristecidos.

En el gran salón, los dioses observaban en silencio, desde hacía eones, a esas extrañas criaturas que ninguno sabía muy bien de donde habían salido. Eran seres dados al discurso vacío. Los había que decían que estaban en su derecho, que los agravios del pasado pesaban tanto y su sufrimiento había sido tan grande que no se podía argumentar nada contra ellos y así se lanzaban a perpetrar terribles y ruines venganzas contra sus desvalidos congéneres que, desconocedores de todo, sufrían resignados.  Otros decían que en nombre de sus dioses debían hacerlo, que estaban obligados a ello, como si a los dioses les importase un comino tener diez que diez mil adoradores. Hasta los había que decían que en nombre de la Paz tenían que armar gresca con tal de evitar males mayores, extraño argumento normalmente utilizado para justificar los propios abusos. Cambiaban en sus formas y colores, unas veces unos y otras otros, pero siempre armaban gresca y alborotaban al personal, siempre vengaban afrentas pasadas en los hijos de los nietos de los que ofendieron y siempre pretendían complacer a sus dioses de la forma más grotesca. También estaban los que decían, sonrisa condescendiente en mano, que había que comprender y perdonar y abandonar la violencia, todo en nombre de los dioses por descontado, y mientras decían todas esas cosas cagaban oro por el culo y la mierda les salía por la boca con cada palabra hermosa que pronunciaban.

Y ante semejante disparate los dioses, muertos de la risa (o tal vez ahogados en una pena infinita) observaban omnipotentes la extrema inutilidad de estas, sus criaturas, mirándose unos a otros tratando de averiguar quién de entre ellos había sido el inútil que había concebido a semejantes seres en extremo hipócritas y ansiosos de poder, destructivos hasta límites insospechados y abandonados a su suerte por unas divinidades, que no eran sino ellos mismos, hastíadas de tanta y tan mundana gilipollez.

Huí de allí como alma que lleva el diablo, dos diablos más bien, pues nunca vi semejante capacidad para el autoengaño. Aquellos cuyo nombre no recuerdo y que habían puesto a su mundo el vulgar nombre de Tierra, como si en los demás mundos no la hubiese, la tierra digo,  se autocomplacían en sus eternas posibilidades para un cambio futuro, en unas hipotéticas y siempre venideras capacidades para la redención mientras en su proceso de evolución natural destruían, arrasaban y confirmaban las peores sospechas que los señores dioses tenían sobre ellos. Eran malos. Mas que malos tal vez habría que decir que eran defectuosos pues de tanto en tanto eran capaces incluso de algún pequeño acto de bondad. Tristemente aquel no era su comportamiento habitual y como os he dicho antes, salí de allí como si las mismísimas hordas del Infierno, que allí llamaban Legión, corriesen tras de mi pues nada quise saber del destino que los señores de la creación deparaban a aquellas criaturas perdidas.

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