La voz de su marido le llegó apagada y confusa, lo tenía al lado pero era lo mismo que estar sola. Su atención se centró en el hombre que unos metros más allá observaba, con atención y lujuria, a la hermosa mujer del vestido negro con reflejos azulados. No pudo evitar fijarse en lo deseable que era ella, en el dibujo perfecto de sus estrechas caderas a través del vestido y en las largas piernas que, de tanto en tanto, se insinuaban en un ligero pliegue de la tela y de las que sólo podían atisbarse los tobillos finos, de trazo suave, y unos pies deliciosos que las sandalias apenas ocultaban. Los tobillos eran perfectos, esbeltos y delicados, y al instante se imaginó besándolos, acariciándolos con los labios mientras sus manos jugueteaban con aquellos pies de porcelana de los que emanaba un doloroso halo de erotismo. Durante unos instantes compartió el anhelo que, sin ninguna duda, asaltaba al misterioso hombre que por fin se había decido a avanzar hacia ella.
Se trataba de un hombre alto y delgado, atractivo. Un hombre al que se veía seguro de mismo a pesar de la innegable incertidumbre que, puntualmente, le asaltaba en aquellos momentos. Tenía unas manos bonitas, con algo de vello, lo justo para que tuvieran ese aspecto varonil que tanto le atraía. Su andar era firme y decidido aún ante la duda de saber si ella le iba a rechazar o no. Miró a la mujer y antes de que ellos mismos lo supieran, ella, testigo mudo de una pasión en ciernes, pudo ver que no, que no iba a ser rechazado. Estaban deseando abrazarse. Cuando vio la mano izquierda de la mujer reposando sobre la cadera de esa forma tan inocente y provocadora, sintió que le fallaban las piernas. Su marido dijo algo. El mismo marido que, arrastrado por la costumbre, hacía meses que no le hacía el amor. No le escuchó. Ni siquiera sabía quién era ese hombre que vivía con ella y se decía padre de sus hijos.
Volvió a mirar a la pareja. La mujer había ofrecido su cuello largo y pálido y se retorcía voluptuosamente, sumergida en un mar de besos y caricias apenas ocultas mientras con los ojos entornados, giraba la cabeza hacia donde estaba ella. Sus miradas se cruzaron lascivas durante unos segundos. Las nalgas de él, redondeadas y duras, delataban el encuentro de ambos sexos sobre la ropa en un movimiento que por momentos se iba volviendo frenético. Ella temblaba como un animal acorralado y al mismo tiempo se contoneaba seductora llevando la voz cantante en aquella danza contenida. Eran movimientos suaves, ligeros como los temblores que la azotaban, sólo perceptibles para el hombre que los provocaba y para ella, solitaria observadora.
Pese al ruido de la calle pudo escuchar, tal vez imaginar, los gemidos sordos e hipnóticos de la mujer y la respiración agitada del hombre, ofreciendo a su amante una combinación de dulzura e instinto animal, salvaje, que sólo es posible encontrar en algunos hombres. Finalmente los vio partir de la mano, contenido apenas el deseo, el paso tembloroso y las miradas anhelantes, expectantes. Cuando desaparecieron en las sombras del vestíbulo del viejo edificio quiso echar a correr e ir tras ellos para participar en aquel intercambio de sensaciones que se avecinaba. Quería volver a sentirse deseada, explorada, poseída. Añoraba el calor de otro cuerpo en ebullición y el temblor de sus muslos en tensión, húmedos y al borde del éxtasis, quería dejarse llevar como ellos y saborear la vida fluyendo en su interior, palpitante, tibia. Los imaginó sudorosos, fundidos en un solo cuerpo, él dentro de ella. Imaginó sus uñas desgarrando la espalda de él y casi pudo percibir el doloroso placer que precede al clímax. Escuchó el grito ahogado de ambos y los imaginó juntos, amantes.